El quinto vagón

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El quinto vagón 2018-09-10T09:05:56+02:00

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Nuestros relatos

El quinto vagón

Se abrieron las puertas del vagón y saltamos dentro desde el andén, empujándonos con fuerza. Todos los días igual. A esa hora la estación de San Cipriano estaba llena de personas que iban al trabajo y, debido a la presión de la gente, terminé aplastada contra una de las paredes. No podía ni moverme, y miré a los que tenía a mi lado. Una mujer vieja, un hombre obeso que olía a grasa rancia y un chico alto que miraba al suelo. Tenía cincuenta minutos de trayecto hasta llegar al curro, en una oficina cerca de la Plaza de Castilla.

El traqueteo del vagón hacía que continuamente me tropezara con los viajeros. Yo iba con los brazos cruzados sujetando el bolso y me fui colocando de manera que los inevitables roces no fueran con el hombre gordo maloliente. Así que me arrimé al chico, que no estaba nada mal.

De repente vi que mi mano derecha se mojaba y que tenía unas gotas de agua entre los dedos. Miré hacia el techo pensando que habría una gotera, pero el agua provenía de los ojos azules del tío, que estaba llorando.

-Esto es la caña- pensé.-Pobre chaval.

Se dio cuenta y agachó la cabeza. En ese momento, el frenazo en una parada, me arrojó encima de él, que gimoteaba y se secaba las lágrimas con la manga del jersey. Como pude, abrí mi bolso y le pasé un kleenex. Soltó un gracias y me miró algo avergonzado.

Estábamos tan juntos que notaba su calor y todo su cuerpo en el mío. Sentí que se excitaba y se apretó aún más a mí. Me gustaba su olor y la dureza de su polla. Disimulando con las sacudidas del tren, aumentamos nuestro contacto y nos movíamos a la vez. Él me pasó los brazos por encima de los hombros y, estrechados fuertemente, comenzó a besarme en la nuca y a meter su lengua suavemente en mis orejas. Comencé a notar un ardor tremendo, un calentón que no recordaba haber tenido nunca, y no pude evitar el besarle la cara, los labios, los ojos.

No me importaba nada, ni donde estaba, ni quién era el chico. El placer inesperado me aturdía y me colocaba fuera del espacio y del tiempo. Seguimos así mientras se oía la voz recitando la letanía de las estaciones de la línea nueve: Pavones, Artilleros, Vinateros…hasta que noté que él se corría. Comencé a humedecerme cuando por la megafonía se oyó: Plaza de Castilla.

Era mi destino y me separé de él. Al salir me susurró:

-Mañana, a la misma hora en San Cipriano, en el quinto vagón.

Hace un mes que viajamos juntos, todos los días, a la misma hora. No hemos hablado nunca. Mi vida ha cambiado. Ahora me levanto un poco antes y me arreglo con más cuidado. Él no ha vuelto a llorar.

RAMONA

-Menudo viajecito he tenido hoy en el metro

-¿Qué te ha pasado Ramona?- le pregunta su compañera mientras se pone la bata azul de la limpieza.

-Pues un viaje con teatro. El vagón estaba a tope, como siempre. Yo había pillado un asiento al lado de la puerta, pero tenía que llevar las piernas encogidas de lo apretujados que íbamos. A mi lado, de pie, estaba un chico alto, bastante guapo. En San Cipriano subió un montón de gente y, una tía, con un cinturón de minifalda y unas tetas tremendas, se colocó pegada al chico. La tía se le acercaba cada vez más, cuando de repente, él se puso a llorar.

A partir de aquí, todo pareció una peli porno. Ella le dio un pañuelo para que se limpiara las lágrimas y, de pronto, se abrazaron y empezaron a besarse, delante de todos sin ningún empacho y sin cortarse un pelo. Después se restregaron como perros. La gente les miraba, pero ellos ni caso. Siguieron así todo el rato, hasta que él, creo que se corrió, pues temblaba y suspiraba. La otra siguió dale que te pego, hasta que se bajó, disparada, en Plaza de Castilla.

Bueno, ¡un horror! ¡Qué sinvergüenzas! Y es que ella le provocó todo el rato. No se conocían de nada, pues cuando entró en el vagón, ni se saludaron. Cuando la tía se fue, el chaval se dio la vuelta y se colocó de espaldas. Se ve que estaba abochornado por dar ese espectáculo.

Bajó en Mirasierra, a la vez que yo. Vine hacia el hospital y él iba delante de mí. Cuando estábamos detrás de la cafetería que hay a la entrada de la estación, se le acercó una tía, del estilo de la otra. Se abrazaron y sin decirse nada, volvieron a entrar en el metro.

Me ha parecido todo rarísimo. ¿No crees?

PABLO

Aquel día, Pablo estaba de suerte. Le había vuelto a salir bien el truco de la lágrima. Había quedado en Mirasierra con La Rubia, él la llamaba así porque no sabía su nombre. Todos los días recorrían abrazados, besándose y deseándose en silencio, la línea nueve hasta el final.

Siempre elegía trayectos largos porque así tenía más tiempo para pasarlo bien. Disfrutaba mucho. Era cómodo, sin compromisos, sin palabras, sin invitaciones y, cuando se cansaba de la chica, lo dejaba sin problemas. Hasta que encontraba a otra dispuesta a seguir su juego.

Iba a la cita con La Rubia cuando Julia subió al vagón en la estación de San Cipriano. Le gustó y probó a seducirla. Ella no pudo resistir la atracción y la lástima que le producían sus lágrimas, ni su intenso y experto contacto, y acabó entregándose ciegamente.

Se bajó en Plaza de Castilla y él siguió hasta Mirasierra.

La Rubia encontró a Pablo menos fogoso que otros días Pero le besó tiernamente y enseguida le animó. Llegaron felices al final de la línea.

Cuando se marchó, él se preparó para ir a clase. Mientras, pensaba:

-¡Vaya tute! A ver si la nueva de hoy, a la que había apodado La Tetazas, picaba y duraba una temporadita.

En el bar de la facultad les contaba a sus amigos:

-No hay nada como dar pena a las mujeres. Desde que sé llorar han caído cuatro pibas. Todos se reían como locos al escuchar sus historias.

-Ahora, en la misma línea, la nueve, tengo dos tías: una a la ida y otra a la vuelta-. ¡Es pura emoción y adrenalina a tope! ¡Hacerlo ante todo el mundo, que mira escandalizado! Eso es lo que más me pone.

-Ja ja ja, se desternillaban los amigos: ¡La Rubia y La Tetazas!

Y es que Pablo era guapo, alto, delgado, tenía cara de niño desvalido y un aire intelectual que le hacía encantador.

-Quizás era demasiado tener dos a la vez-, pensó. Dejaría a la más antigua y seguiría con La Tetazas. No había ningún problema.

Solo en una ocasión tuvo uno. Fue con La Culona, la de la línea uno, que al sexto viaje comenzó a hablar y a hacer preguntas: que como se llamaba, que si podían quedar en otro sitio, que llevaban varios días intimando y le parecía absurda una relación así.

No entendía que ahí residía el verdadero placer, en la contingencia, en la inseguridad, en la caducidad y en el poder del deseo. Pablo no le contestó, simplemente no volvió.

A las demás, cuando se cansaba de ellas con dejar de ir a la cita era suficiente. Ninguna dijo nada.

La semana próxima empezaría a frecuentar la línea doce.

La autora

Ángeles González

Nací en Haro (La Rioja). De mi padre aprendí a leer buenos libros y a beber buen vino. Maestra, licenciada en Antropología socio-cultural y en Filosofía.

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