—Cariño, ¿pero por qué no te lo pones? Si te lo compraste para estrenarlo justo hoy.
—¡Ay, Javier, de verdad, ya vale! —Luisa envolvía de nuevo un vestido precioso de tafetán azul y cerraba la puerta del armario de un golpe—. No me lo voy a poner y ya está, se acabó.
Luisa dio la conversación por zanjada y avanzó a grandes zancadas hasta el salón. Por la puerta se colaba una risa fuerte y escandalosa.
—¡Luisa, cariño, cuánto tiempo! Oye, estás preciosa, ¿eh? El vestido no tiene nada, pero tú es que con cualquier cosa que te pongas, estás arrebatadora.
Las mujeres rompieron el abrazo y Luisa echó otro vistazo al precioso palabra de honor de seda roja de su cuñada. Ésta se atusó un poco su permanente de peluquería y le dedicó otra panorámica de su perfecta dentadura marfileña. La anfitriona no pudo sino devolverle la sonrisa.
—Sí, hija. Yo creo que ya casi desde navidades, ¿no?
Luisa forzaba tanto el gesto que notaba la migraña trepándole por la frente.
—No, mujer. Si nos vimos hace un mes en Formigal, con Adela y Julio… ¡Ay, no, calla! Es verdad, qué pena me dio, ¿eh? Os echamos de menos una barbaridad, ¿verdad, Carlos?
—Los chavales preguntaron mucho por vosotros.
“Es lo que tiene el trabajo a turnos», pensó Luisa, “que no te da mucha opción a irte de vacaciones. Ni puede pagarlas». Al menos el comentario de su cuñado le había parecido sincero. La verdad es que se había portado siempre muy bien con Juan, bueno, con los dos en realidad. Lo de su mujer ya era harina de otro costal. Aunque bueno, Alejandra siempre había sido para dar de comer a parte.
—Oye, cariño, ¡cómo tienes la mesa! —Alejandra se contoneaba mirando la vajilla con atención y levantando la cristalería de vez en cuando para examinarla al contraluz—. Lo dicho, tú es que con cualquier cosa haces maravillas.
—Gracias, Ale, eres muy…
—Y estoy intrigadísima con el menú. Yo tengo que tirar de recetas de esas del Berasategui, porque si no a ver cómo me pongo a la altura de tus alubias.- Cogió un trozo de pan de la mesa auxiliar y se puso a comerlo sobre el plato. Las migas rodaban sobre el mantel impoluto.- Lo mío son todo fuegos de artificio, ¡tú sí que manejas la cocina de verdad, la de toda la vida, sin trampa ni cartón!- Se sirvió un poco de agua en la copa más grande de las dos y la devolvió a la mesa con la marca indeleble de su exclusivo carmín.- Por cierto, os hemos traído una cosita para la cena. Te la he dejado en la cocina, reina.
A Luisa aquella le pareció la oportunidad perfecta para salir del salón y evitar acabar la noche en comisaría. Al llegar a la cocina ya no le pareció una idea tan relajante. Sobre la encimera, justo al lado del vino que habían reservado para aquella ocasión a costa de dos turnos dobles la semana pasada, una botella prácticamente idéntica le hacía compañía. Las etiquetas eran casi indistinguibles, salvo por el pequeño letrero de “Gran Reserva” que podía leerse en la recién llegada, donde a la suya le faltaba la primera de las dos palabras.
Luisa cogió su botella con resignación y abrió el armario para guardarla, pero necesitaba la banqueta para llegar al estante superior. Fue al darse la vuelta cuando el frutero pareció saludarle desde la encimera con su humilde y sincera sencillez. La mujer esbozó una pequeña sonrisa y volvió a cerrar el armario.
—Qué maravilla, hija.
Alejandra puso el tenedor en el plato vacío y se limpió la boca suavemente con la servilleta.
—Ya sé que me repito, pero es que soy tu mayor fan: no tendrá mucho misterio, pero todo te sale delicioso. ¡Sin trampa ni cartón! Eso sí —dijo, haciendo una pequeña pausa para mirarla a los ojos a través de la mesa- hay que reconocer que el vino no se queda atrás.
—Ale, cariño…
—Está mal que lo diga yo, Carlos —le interrumpió— pero ha valido hasta el último euro. —Dio un sorbo a su copa—. Se nota la diferencia…
Luisa se levantó con los platos y tuvo que esconder la cabeza.
—Ya lo siento, Ale, querida, se me ha olvidado decírtelo.
La cuñada pareció contrariada por la respuesta de su anfitriona.
—Al final he sacado otro vino para la comida.
—Pero…
—He pensado que el vuestro sería mejor dejarlo para el final —sonrió Luisa—. Me alegro de que no te haya importado.
La mujer desapareció por la puerta, dejando a la invitada algo descompuesta, aunque sólo fuera de forma transitoria.
—Bueno, hija, si puede acompañar a tu postre, yo encantada.
—Precisamente —respondió desde el pasillo—. Ya sabes cómo son estos platos caseros…
De golpe, una fuente de cristal aterrizó frente a la cara de Alejandra y un fuerte olor llenó el comedor. Era el gran inconveniente de las peras al vino.
—Son como yo, hija: sin trampa ni cartón.
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