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Nuestros relatos
Darwin
Aquella mañana amaneció preciosa en Quito. Mi hija y yo cogimos el avión a Guayaquil y desde allí otro hacia las Galápagos, el archipiélago volcánico. El nombre de las islas sugiere aventura, mundos antiguos: Isla Fernandina, Santa Cruz, Española, Isla Isabela… Naturaleza en estado puro. Islotes sin contaminación humana.
Aterrizamos en el aeropuerto de la isla de San Cristóbal y desde allí nos trasladamos a Puerto Baquerizo Moreno, la capital. Formábamos un pequeño y variopinto grupo de diez, la mayoría de ellos ecuatorianos. Todos con la ilusión de avistar aves, nadar con lobos marinos, ver campar a sus anchas a las iguanas, bucear… Y ver a los galápagos en su hábitat. Carlos, el guía, un tipo risueño y encantador, nos esperaba impaciente. Era originario de la isla. Un biólogo enamorado de su archipiélago.
Pasamos unos días fantásticos haciendo rutas por tierra, excursiones marítimas a otras islas, siempre en pleno contacto con la naturaleza. Las playas son de arena blanca finísima, el color del mar es de un esmeralda intenso y los manglares llegan hasta la misma orilla. Lo mismo te bañas con lobos marinos que nadas entre tortugas. Ves salir iguanas del mar que se ponen a tomar el sol a tu lado tranquilamente. Y los galápagos pasean tranquilos, al cobijo de la frondosidad de la vegetación. Siempre íbamos acompañados por el guía, para garantizar el respeto a la vida animal. Uno no puede andar por donde quiera. No te puedes salir de las rutas marcadas. Es un inmenso parque natural protegido, único en el mundo para el estudio de la evolución.
Y en este mundo de Robinson, me perdí.
Fue un día en que Carlos, después de acercarnos en lancha hasta unos acantilados para ver los nidos de las fragatas, preciosas, con sus pechos rojos hinchados como globos, atracó en una cala. Trataríamos de llegar a lo alto para observarlas desde arriba. Le seguíamos en fila india. Yo me detuve un momento para atarme un cordón de mi zapatilla pero cuando reanudé la marcha habían desaparecido de mi vista. Aquella vegetación es de arbusto bajo, espesa, por lo que es difícil ver algo más allá de sus ramas. Pero yo, tranquila, continué subiendo. Solo tenía que seguir la senda, sin desviarme. Tardé un buen rato en llegar a lo alto del acantilado. No había nadie. Miré alrededor: al frente, el mar inmenso y a mi espalda, la roca volcánica. Sólo se podía llegar por donde había venido. No entendía dónde se habían metido. A mis pies, la pared vertical. Y las mil fragatas volando, entrando y saliendo de sus nidos, todo un espectáculo. El viento azotaba fuerte y los chillidos de las aves sofocaban el ruido del mar. Después de superado el momento de éxtasis comencé a preocuparme. Desde allí no se podía ver la playa y quizás habían retrocedido para buscarme. Así que procuré acercarme con cuidado al borde y descendí un par de rocas, hasta un saliente, para ver si alcanzaba a ver algo. Lo que vi me dejó estupefacta: anclado a la entrada de la cala había un barco grande de vela, antiguo, tipo bergantín. Y juraría que distinguía cañones en sus bandas, aunque no llevaba mis gafas. Un pequeño bote, a remo, se dirigía hacia la orilla. Levanté la vista hacia el horizonte. No se veía ningún otro barco, cuando precisamente son barcos lo que más se ven en esas islas.
Intrigada, decidí descender. Retrocedí queriendo encontrar la senda que había utilizado para subir, pero no acerté a dar con ella, a pesar de que estaba claramente marcada un rato antes. Me adentré en el bosque dejando que mi intuición me guiara por el camino correcto. Estaba asustada. Caminé con cuidado, retirando ramas y abriéndome paso poco a poco. Pronto alcancé a oír las voces de los que remaban, las únicas humanas. Me dirigí hacia ellas sabiendo que me llevarían hasta la playa. Allí estaban, tirando del bote hasta dejarlo encallado en la arena, sobre la orilla. Eran tres hombres. Dos de ellos vestían ropas viejas, casi harapos: camisa floja y pantalón a la rodilla sujeto con una correa. Me recordaron a los piratas de las películas, sucios y con barba. El tercero vestía ropas más nuevas: la camisa era blanca de lino y el pantalón de cuero. Llevaba una bandolera cruzada de piel. Era joven, de unos veinte años. Se le veía aseado, afeitado. Yo podía distinguir los detalles porque estaba a tan sólo diez metros de ellos, oculta entre los arbustos. Les oía hablar claramente en inglés. Estaba sorprendida y no entendía qué ocurría. Lo que tenía delante me trasladaba a otra época, a otro siglo, pero mi razón no alcanzaba a aceptarlo como posible: ¿un navío de otra época y personas de otro tiempo? El joven se secó las manos en la ropa, sacó un sombrero arrugado de su bolsa y se lo colocó en la cabeza. Comenzó a caminar hacia mí. Los otros dos se dirigieron hacia el otro extremo de la playa, zona de rocas grandes que se adentraban hasta el agua. En ese momento sí que me asusté, pero no podía retroceder sin delatarme. Me quedé quieta, esperando que no me viera. El muchacho se agachaba de vez en cuando en la arena, cogía alguna concha, la observaba detenidamente y la guardaba en la bolsa. Continuaba acercándose sin levantar la vista del suelo. Cuando estaba a escasos metros de mí, levantó la cabeza y escuchó atentamente. Se oía muy cerca el trino de un pájaro. Se guió por el sonido y se acercó aún más. Vi volar el pinzón y posarse en una rama a mi lado. Él, sigiloso, se sentó en la arena, tan cerca de mí que era imposible que no me viera. Sacó un cuaderno pequeño y un lapicero y comenzó a dibujar. Tenía destreza, era rápido. Con pocos trazos perfiló el cuerpo del pájaro y luego dibujó detalladamente el pico y las patas. Con movimientos muy suaves, para no asustar al animal, extrajo una especie de prismáticos pequeños y lo observó más detenidamente. Añadió algún detalle más al dibujo. Yo no me atrevía ni a respirar. Sabía que Darwin había estudiado a los pinzones de las islas y que en ellos había basado su teoría de la evolución al observar que estas aves eran diferentes en cada isla, como si se hubieran visto obligados a adaptarse a las condiciones de su entorno.
Uno de los marinos lo llamó desde lejos, Mr. Darwin, confirmando que me encontraba ante el gran naturalista. El pájaro voló asustado y el hombre se levantó. Me tenía ante sus narices pero no me veía. Me atreví a moverme y di dos pasos hacia él: yo era invisible. Él recogió todo y comenzó a andar. Caminé a su lado asustada, pero nadie parecía verme. Los dos marineros se acercaron para decirle que la búsqueda de algún afluente había sido infructuosa. No había agua dulce. Tenían que volver al barco y buscar en otra cala. Se dirigieron al bote. En su costado estaba pintado el nombre del navío: Beagle. Por un misterioso azar estaba compartiendo con ellos unos minutos de la historia.
Introdujeron el bote en el agua y saltaron dentro. Charles Darwin aún tuvo tiempo de recoger un alga que flotaba, envolverla en un trozo pequeño de tela y guardarla en su bolsa. Los marinos se rieron y le hicieron algún comentario sobre sus manías recolectoras. Yo dudaba si saltar también al bote y marchar con ellos o quedarme. Pusieron proa al bergantín y comenzaron a remar. Con el agua hasta la cintura, dudé unos segundos más. Volví la vista hacia la playa. Entonces vi que de los manglares salían el guía y mi grupo. Me giré otra vez hacia el bote pero ya no estaba. Había desaparecido, aunque aún oía el ruido acompasado de los remos, su chapoteo en el agua y la voces de los tres.
Poco a poco salí del mar. En la orilla me esperaban todos que me miraban extrañados. Mi hija se había asustado mucho al ver que no los seguía, pero Carlos la había tranquilizado. Nadie se perdía en aquellos parajes. Lamentaba que no hubiera visto los nidos desde arriba, la vista era maravillosa. Habían descendido para salir a mi encuentro pero lo que ella menos se imaginaba era que yo estuviera bañándome tranquilamente, mientras todos se preocupaban. Y además, vestida.
Ya en la lancha, Carlos, el guía, que estaba sentado a mi lado, me preguntó si me había gustado la visita al islote. El ruido del motor impedía que los demás escucharan nuestra conversación. Me contó que había quien decía que el Beagle todavía navegaba por aquellas aguas. Siempre había sido visto desde barcos a la deriva, o por personas que se habían perdido. Todos los que juraban haberlo avistado habían desaparecido durante un tiempo y posteriormente habían sido rescatados. Pero nadie les daba crédito. Yo no le conté lo que había vivido, pero él sí sabía que lo había visto. Me lo confirmó guiñándome un ojo antes de llamar la atención de todos para que no se perdieran el amerizaje de un pelícano.
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La autora
Mª Pilar Pallarés
Bilbao, 1958. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza. Traductora de profesión.
Obra colectiva: 400 palabras, una ficción (Ediciones Letra de Palo, 2013).