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Nuestros relatos
Una vida mejor
Relato ganador del I Certamen Literario Dolores Ibarruri Gómez “Pasionaria”.
“Si no sabes hacia dónde vas, acuérdate de dónde vienes” (proverbio rumí)
Se marchó sin despedirse, no le dio tiempo. Dejó entreabierta una puerta que yo aún no conocía, la puerta del vacío. Acaricié su cabeza, la suave piel de su cara, su escaso pelo fino, el de una recién nacida. Se quedó quieta, inmóvil, bajo una pulcra sábana blanca de hospital, sin arrugas, como a ella le gustaba dormir, con la colcha bien estirada. Siempre la había visto fuerte y cercana, no podía hacerme a la idea de desprenderme de su protección. Comprendí que a partir de entonces tendría que habituarme a vivir sin ella.
¿Me oyes abuela? –le pregunté al oído. No podía saber si le llegaba mi voz. Le cogí la mano, la sentí aún cálida. El contacto provocó emociones que tenía dormidas.
Cuando era pequeña, en invierno, y los días me parecían grises e iguales, ella llenaba el espacio de la habitación que compartíamos con relatos de los montes de hierro de su infancia. Eran pequeñas anécdotas que le hacía repetir una y otra vez y escuchaba embobada, mientras veía brillar entre su pelo vetas del rojo mineral.
Luego me dejaba curiosear entre sus cosas, libritos con versos de amor, rosarios con cuentas de cristal, fotografías antiguas en las que aparecían toreros, gente elegante y bien vestida paseando por avenidas o posando delante de cafés de nombre exótico, como Siboney. “Éste era tu abuelo vestido con chilaba cuando estuvo en África”. “Mira qué guapo su hermano, con traje de luces, el día que tomó la alternativa”. “Su padre fue impresor y articulista, pasó una temporada en el manicomio para escribir luego sobre la vida allí dentro”. Frases como éstas despertaban mi imaginación y a ella le hacían revivir escenas de una vida que no quería olvidar.
Pero el destino no le dejó envejecer lo suficiente. No le concedió el tiempo necesario para recordar. Recordar por ejemplo la huerta de su padre en la falda del monte Serantes. Evocar la figura menuda de su madre, que llegó de la Rioja a un pueblo de nombre Ortuella para casarse con un minero y educar seis hijos con dignidad.
La abuela fue una niña decidida que se acercó al altar, el día de su primera comunión, con un vestido rojo y alpargatas, una hija del pueblo, entre un pasillo de tules blancos, junto a las hijas de los patronos, del alcalde, del médico. ¿No es la Iglesia es la casa de todos?
Las monjas le enseñaron el amor a Dios, pero también a bordar y a planchar con esmero, sembraron en su corazón el anhelo de una vida mejor. Siempre la recibían con cariño, a la salida de la escuela, cuando iba a visitar a su padre al sanatorio, convaleciente de un accidente con la vagoneta de mineral, le permitían la entrada y acercarse a la cama del enfermo los días que pasó inconsciente.
En la escuela, la maestra les enseñaba los decimales, los nombre de los ríos y de los reyes godos, pero en la calle aprendió a cantar el Primero de Mayo, oyó hablar de la lucha de clases, y se encandiló con las palabras encendidas de aquella mujer en la plaza a la que todos llamaban enfervorizados “pasionaria”.
“La religión es el opio del pueblo” –repetían sus hermanos, abocados como el padre a la mina. Hombres que trabajaban a cielo abierto, barrenadores, capataces: Ángel, Valentín, Eugenio, Jose Luís, capaces de lavarse en la pila con agua helada después del trabajo, antes de sentarse a la mesa. Hombres que fueron a la huelga por ocho horas de trabajo, por un ideal ingenuo de bien común y pan para todos.
El socialismo se extendía como fuego por sus corazones sedientos de justicia. Un proyecto colectivo de salvación que terminó para unos en Otxandiano, con el batallón Perezagua, durante la guerra civil española, para otros en la cárcel y el seguimiento policial durante décadas; para los más afortunados, en un puesto de operario en los Altos Hornos o en la Naval de Sestao.
Pero a ella le esperaba un destino diferente, cuando salió de casa con diez y seis años para convertirse en la niñera de los hijos de un ingeniero de las minas en Bilbao. Una joven recomendada por la superiora, educada hasta lo que era posible para su condición, apropiada para prestar su atención y dar afecto a unos niños que la recordarían mucho después de que les dejase para casarse con un joven bien situado.
Una vida diferente a la sencillez que ella conocía en el pueblo. Los aparadores con vajillas de porcelana y cubiertos de plata se parecían poco a lo acostumbrado en la mesa de sus padres. Las tardes de paseo por la Gran Vía, las fotos con vestidos almidonados en el parque de Doña Casilda, los veranos en la playa de Pedernales. Se adaptó a los cambios que se sucedían a su alrededor, a un estilo y costumbres en los que ella se desenvolvía con innata naturalidad.
Desde entonces, a pesar de no volver a vivir en el pueblo, nunca se olvidó de su familia. Sus hermanos venían con frecuencia a visitarnos, y ella, desprendida y generosa, a todos escuchaba y favorecía en cuanto estaba en su mano. Tejió a su alrededor una red familiar extensa en la que todos tenían cabida y conexión.
Solía llevarme de la mano a visitarles cuando tenía cinco o seis años. Cogíamos el tren en Basurto. Ortuella era entonces un pueblo con muchas casas bajas de una planta y huerta, un lugar lejano y extraño para mí, un mundo rural que en el fondo me fascinaba. La casa del tío Jose Luís era una de ellas. Tenía la puerta de entrada dividida en dos; para abrir sólo la hoja superior y que no se colasen los gatos. El hermano pequeño de mi abuela era alto y tenía los ojos de un azul intenso y amenazador, sobre todo cuando te preguntaba de pronto: ¿Sabes dónde está la Plaza Roja? Yo había visto en casa una foto suya de joven con una fusta en la mano, botas de montar y una estrella en la gorra de plato. Aunque en poquísimas ocasiones se hablaba de la pasada guerra en la familia, aquel hombre protestaba diciendo que no nos habían enseñado nada de provecho. Que nos tenían engañados. No podía entender cómo su hermana había mantenido una fe religiosa inalterable. Yo tampoco entendía nada de aquello, pero luego nos sentábamos a comer y los mayores cantaban con brío y alegría. Se celebraban cumpleaños y santos, como éramos tantos, las fiestas se sucedían a lo largo de todo el año.
Desde que ella murió, los lazos entre nosotros se debilitaron hasta deshacerse por completo. La familia que ella mantuvo unida fue arrastrada por la marea implacable del tiempo que no se detiene para recordar. Los diferentes caminos no volvieron a encontrarse.
Enterramos a mi abuela, como era su deseo, en el pequeño cementerio de Las Carreras, junto a su única y querida hermana Mari Cruz. Es un lugar silencioso, de lejos parece una campa cualquiera, tiene una ligera pendiente que mira hacia los montes de Triano. Me consta que por allí seguimos pasando todos. Obtenemos una panorámica de nuestras vidas única, leal, sincera. En cuanto a mí, pienso que ella supo elegir el mejor lugar para que yo siempre quiera volver.
Relato registrado bajo licencia internacional Creative Commons Reconocimiento – NoComercial – SinObraDerivada 4.0
La autora
Ana Álvarez
Estudió Información y Documentación, campos en los que trabaja. Le gustan los libros, mirar paisajes y observar a las personas.
Reconocimientos:
· Ganadora del I Certamen Literario Dolores Ibarruri Gómez “Pasionaria”, 2013.
· Finalista de la V edición del certamen Bizkaidatz, 2012.