La novela narra el largo combate de una hija por escapar del control y la influencia de un padre que no es tan bueno como parece. Lucía Rodríguez construye magistralmente una historia que va desde los recuerdos fragmentarios de la infancia hasta una comprensión más consciente y elaborada de la traumática relación con este «hombre muy bueno» – como lo califica la madre – que supuestamente merece gratitud por ser culto, atractivo y adinerado.

Con una prosa que sugiere más de lo que dice, la autora describe ese íntimo malestar que siente la protagonista hacia una figura que no convive con ella pero que la angustia profundamente. La novela explora cómo «el momento en que el hombre y mi madre se conocieron es el episodio de la violencia original», y desde ahí nos lleva por un viaje demoledor sobre cómo se perpetúan los patrones de control y violencia emocional.

Lo que más nos ha conmovido es la honestidad brutal con la que la autora retrata la paternidad tóxica, esos momentos en los que la protagonista se reconoce en el espejo como una extensión del «monstruo» paterno: «Al entrar al baño del crematorio me dio asco ver en mi delgadez la del hombre, en mi corte de cara el suyo».

Hay esperanza al final, en esos círculos de escritura donde «exhumo la memoria, desentierro los túneles», porque escribir puede ser también una forma de sanar.

Una novela necesaria, valiente y bellamente escrita.